Hace algunos días participé en la SMI Catedral de San Cristóbal de La Habana en una liturgia extraordinaria en la que dos jóvenes diáconos habaneros rellollos se iban a ordenar sacerdotes. Sus nombres característicos de la época: Frankis y Dariel. Sus lemas de ordenación “Aquí estoy Señor, sacerdote para siempre quiero ser” y “Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permanecer en mi amor” (Juan 15,9). Me refiero a una verdadera manifestación del espíritu y de la vida. Mientas caminaba para la Catedral habanera iba rumbo a un acto de fe por la vida, de esa fe que puede mover montañas y que algunos creen que podrán vencer, pero que por días avanza hacia a un futuro en el que habrán de ahogarse los odios y los desamores. Quizás para algunos descreídos Frankis y Dariel son sólo dos frágiles jóvenes que poco podrían hacer con la labor pastoral que iniciarán. Los que así piensan no entienden que ese día ellos se iban a convertir como dice la canción litúrgica en “un sacramento viviente… enviados por el Padre a difícil y ardua tarea…” Si perseveran en su vocación y así lo espero yo, mucho podrán hacer para la sanación espiritual de un pueblo con grandes angustias y anhelos que necesita de la fe y del amor como del oxígeno para la vida. Aquella mañana del sábado de San Pedro y San Pablo del 2013, el templo habanero estaba repleto de fieles junto a los familiares y amigos de aquellos jóvenes diáconos que iban a abrirse a una nueva dimensión del espíritu. El ruido fuerte e intermitente de un martillo mecánico desde el exterior se unía con la música y las canciones del coro. Todo aquello conformó una singular armonía de ecos proyectados hacia el futuro, con señales de que La Habana estaba viva y que vencería todos los obstáculos, dentro de un trasfondo de renovación espiritual transportado además por los ecos romanos de Francisco en sus empeños de alimentar la fe que moverá montañas