Cada día se presenta como un reto, en el que una sucesión de tareas, prioridades, imprevistos prisas, pueden agobiarnos, de tal modo en que termine primando la frustración por lo que no hicimos, sobre la alegría de lo que sí hicimos y de por qué lo hicimos; el gozo por lo que somos y amamos, y la alegría…, la de las pequeñas cosas que deciden para nosotros y para quienes nos rodean. Esa alegría cotidiana, no es más que un producto de esa otra Alegría, que está más allá de los condicionamientos, y que suele ser escurridiza. A esa, el Papa la ha llamado “la Alegría del Evangelio”, es la que nada ni nadie puede quitarnos al final, si sabemos descubrirla.
